sábado, 9 de noviembre de 2013

Cosas pequeñas.


A lo largo de nuestra vida, todas las personas que más afecto y aprecio nos tienen, intentan, de cualquier modo, buscar nuestra felicidad. Para ello, intentan hacernos ver que dicha felicidad se consigue de un modo muy sencillo, nos mentalizan de que la clave está en sonreír, disfrutar y evitar los problemas; es como si ser feliz fuera algo que tiene que estar en nosotros, incluido por defecto. De esta forma, asignan nuestro grado de felicidad a cuestiones muy generales, como las buenas notas en el boletín, el juego en el parque con los demás niños o el rato de tele viendo los dibujos que te gustan. 

Esta felicidad es muy sencilla, todos la tenemos en una etapa de nuestra vida, es cierto, pero no es eterna. Llega el momento en el que la cosa cambia. Llega ese momento en el que empiezas a sentirte vacío con todas las cosas con las que antes estabas increíblemente feliz. Es en esta situación en la que comienzas a darte cuenta que la felicidad no es eso, que no depende de cuatro tonterías que hagas, sino que depende de mucho más.
Pasas momentos muy difíciles, es un proceso complicado. Notas como que nada te hace estar alegre, como si te hubieran quitado esa parte de ti. Te refugias en gente que puede vivir una situación parecida a la tuya, haces lo posible por entender qué ha pasado en tu vida. 

Tras un tiempo relativamente largo, llegas a la conclusión de que todo está en ti. Tú eres el que decide cómo estar. Sí que es cierto que te ves influenciado por muchas otras cosas, pero eres tú el que decide de alguna forma en qué grado te pueden afectar. Cambias, pasas de estar feliz por defecto, a todo lo contrario. Mirándolo por el lado bueno, no es tan malo: cualquier cosa positiva te hace estar feliz de algún modo.

Curiosamente, si algo he aprendido en esta fase de mi vida, ha sido a cambiar mi percepción de felicidad. Y es que, he pasado de medir mi felicidad con grandes hechos a apreciarla en la más pequeña de las cosas.

Y es que, sinceramente, no hay nada como despertarse todas las mañanas con un mensaje que te provoque la sonrisa más grande del día; sentir ese frío a diario que hace que se te ponga la nariz roja y los dedos levemente morados; ver cómo un abuelo mima y cuida a su nieto por las calles de Granada; observar el buen rollo que se respira por los bares de tapas; estudiar algo que puede hacer que construyas estructuras para el disfrute de los demás; llevar un piso para adelante con un amigo sin la ayuda de unos padres; ver que hay muy pocos amigos de verdad (remarco lo de muy pocos), y estar orgulloso de cada conversación que tienes con ellos; llevar muy dentro a la familia pese a no estar cerca de ella; sentir ese echardemenos triste pero a la vez mágico; escuchar casi a diario la voz más bonita procedente de Lorca; ver una y otra y otra vez todas esas fotos que te hacen sentir tanto... 


Tanto, que lo más grande que tengo eres tú, pequeña.

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